26 jul 2011

En elogio de las bibliotecas. Segunda parte.

Oliver Wendell Holmes, Jr. Captó en 1881 el espíritu moral de la tradición jurídica del país, en The Common Law (El derecho consuetudinario), que a mi juicio sigue siendo el mejor libro escrito por un abogado estadounidense. Con su obra Ast American Dilemma (Un dilema estadounidense) de 1944, que aún hoy es el análisis más completo de la segregación racial en los Estados Unidos, Gunnar Myrdal contribuyó a la decisión de la Corte Suprema de los EUA en el caso Brown vs. la Junta de Educación, por la cual fueron integradas las escuelas del país en 1954.

Theodore H. White registró el carácter cambiante de las elecciones presidenciales en las décadas de 1960 y 1970, en su serie de libros intitulada The Making of the President (Cómo se hace al presidente), David Halberstam captó en 1972 la arrogancia elitista de los que dirigieron la guerra de Vietnam, en The Best and the Brightest (Los mejores y los más brillantes). David Riesman provocó un cambio profundo en nuestro modo de pensar acerca del carácter estadounidense, con The Lonely Crowd (La multitud solitaria) en 1950. Robert Coles mostró la notable resistencia de los niños, cualquiera que sea su extracción social y económica, en su serie intitulada Children of Crisis (Los hijos de la crisis), de 1967-78.

Habrá observado que en esas dos categorías de libros –los que fueron “una alarma de incendio en la noche” y los que dieron una definición experta de hechos históricos o sociales- no figuran obras de ficción, aún cuando sin duda este género también ha ayudado a configurar a la sociedad de los EUA.

Se cuenta que Abraham Lincoln le decía en broma a Harriet Beecher Stowe, autora de Uncle Tom´s Cabin (La cabaña del tío Tom) en 1952: “Así que usted es la mujercita que escribió el libro a causa del cual estalló esta gran guerra”. También Twain, apelando a una fuente de causalidad histórica más dudosa, dijo que la culpable de la Guerra Civil fue la “enfermedad de Sir Walter Scott”, es decir, la romántica idealización sureña de una amable forma de vida que nunca existió.

Los mejores escritores nos hablan a través de la historia, mucho tiempo después de su muerte, como lo podrán afirmar los lectores de Dostoyevski, de Conrad, de Dickens o de Faulkner. También los biógrafos invocan el poder imaginativo del lenguaje, para explorar los misterios del corazón humano, según lo atestiguan los lectores del Diderot (1972) de Arthur Wilson, del James Joyce (1959) de Richard Ellmann, del Harry James (1969) de Leon Edel, o del John Keats (1963) de Jackson Bate. El poeta inglés del siglo XVII John Milton acertó al comentar, en su obra Areopagitica, que un buen libro “es la preciosa sangre vital de un espíritu magistral, embalsamada y atesorada para una vida después de la vida”.

Para la mayoría de los autores, que nunca sabrán si sus libros llegarán a ser perdurables para las generaciones futuras, pocas experiencias pueden ser más satisfactorias que cómo han hecho mella sus obras en la gente de aquí y de ahora. El autor que logra eso con un libro, siente un rapto de satisfacción que lo compensa de todas las fatigas que pasó para escribirlo y toda la incertidumbre que rodeó su publicación.

Holden Caulfield, el joven narrador de The Catcher in the Rye (El cazador oculto) de J.D. Slinger (1951), describe así su experiencia con el fenómeno mágico de la empatía entre el lector y el autor:

“Leo muchos libros clásicos como The Return of the Native (El retorno de lo nativo) (de Thomas Hardy, 1978), y todo eso, y me agradan, y leo también muchos libros de guerra y obras de misterio de todo tipo, pero no me impresionan mucho que digamos. Lo que en verdad me impresiona es un libro que, al terminar su lectura, nos hace desear que el autor fuera un gran amigo nuestro, alguien a quien pudiéramos llamar por teléfono cada vez que nos viniera en gana. Sin embargo eso no pasa a menudo”.

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