2 dic 2012

El último round de Cortázar


Cortázar, último round


En diciembre de 1983, plena euforia alfonsinista, Julio Cortázar vino a despedirse de Buenos Aires. Fue una visita casi clandestina, pero una serie de azares llevó a un joven periodista local a hacerle una de sus últimas entrevistas.


Héctor Yanover ni siquiera se imaginaba que alguna vez sería el abuelo de mi hijo cuando me llamó, aquella mañana, principios de diciembre, para decirme que Cortázar estaba en su librería Norte, que si quería acercarme. Yo lo había leído mucho, con furia juvenil, pero no lo conocía personalmente –porque creo que no hay que conocer a los que escriben–, y había vivido varios años en París jactándome de evitar la peregrinación hasta su casa. Pero Yánover me dijo que quizá podría entrevistarlo, y eso ya era otra cosa.

Cuando llegué a la librería, Cortázar conversaba con Héctor y Debora en un rincón. Me presentaron; al rato le pregunté, tímido, si era posible una entrevista. Me dijo que sí, le propuse el día siguiente. No, me dijo, cuando puedo es ahora. ¿Ahora? Sí, después ya voy a estar muy ocupado. Yo no había preparado nada –y creía, a diferencia de tantos periodistas, que una entrevista se prepara–, pero ví que no tendría otra oportunidad. Subimos al departamento de Yanover y Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a estar una semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su madre de noventa y tantos años. Yo puse cara de circunstancias y le dije lo siento. Sí, es ley de vida, me dijo, y que, por eso, todavía nadie sabía que estaba en Buenos Aires.

La entrevista duró más de dos horas; el maestro estaba muy locuaz. Terminamos almorzando, todo tan agradable. Cuando nos íbamos –compartimos un taxi– le pregunté por algo que siempre me había intrigado: ¿por qué se le ocurrió escribir que Johnny Carter, el protagonisa de El Perseguidor, se hace adicto incurable, sufre terribles abstinencias y por fin muere de una imposible sobredosis de marihuana? Cortázar se rió y me dijo que sí, que era un error, que en 1958, cuando escribió la historia, no tenía ni idea de ninguna droga y puso marihuana como podía haber puesto lavandina y que se enteró del patinazo cuando se lo dijo su traductor americano –que hipertradujo “heroína” en lugar de “marihuana”–, pero que él no quiso cambiarlo. Y hablamos de los grandes errores literarios, del reloj de Hamlet, los leones de Kipling, y después el taxi llegó a ninguna parte.

Esa tarde me encerré a desgrabar y empezó a sonar el teléfono. Yo llevaba pocos meses de vuelta en la Argentina y no conocía a mucha gente, pero la noticia de mi entrevista –única todavía– con Cortázar ya había circulado y me llamaron de un par de diarios para comprármela. Estaba en una situación privilegiada pero no podía usarla: me había comprometido con Yánover a dársela a La Semana, una revista de Editorial Perfil que a su vez se había comprometido con él a publicar un adelanto de Los autonautas de la cosmopista, el libro de Cortázar que Yánover había publicado. Así que al día siguiente la entregué. Un secretario de redacción consiguió pagarme diez (10) veces menos que lo que su jefe le había autorizado –y se sintió fantástico, supongo. El jueves 8 de diciembre, dos días antes de la democracia, publicarían la entrevista pasablemente cortada, arruinadita. Pero antes, ese sábado, tuvimos que volver a ver a Cortázar, en un apart de Córdoba y San Martín, para que Dani Yako le tomara fotos. Fue un rato más de charla con un tipo casi joven, entusiasta, vital. Recién al otro día, cuando vimos las imágenes, lo vimos: Cortázar era una rama seca, una fuerza que se disolvía con la distancia. La noticia de su muerte llegó dos meses después; sólo entonces entendimos por qué había venido a despedirse de su madre.

Martín Caparrós

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